08 octubre 2006

EL PROBLEMA DEL LIMBO.

Aunque el "estudio" de la materia viene arrastrándose desde el año 2005, ahora en octubre de 2006 volvió a hacer noticia el problema del limbo, y de su posible "abolición". Para quienes crean que el problema del limbo es un asunto espúreo y sin interés, debería mirar de nuevo: en este enredado problema teológico, la Iglesia Católica se juega una vez más su tantas veces cuestionada coherencia doctrinal. El Ojo de la Eternidad echa un vistazo a lo relacionado con una de las más curiosas dependencias del mundo ultraterreno católico.


[ILUSTRACIÓN SUPERIOR: El limbo de las almas inocentes. Ilustración de Gustavo Doré para la "Divina Comedia", de Dante Alighieri].

EL PROBLEMA DEL LIMBO.
En Octubre de 2006, la Iglesia Católica hizo noticia una vez más, al congregar a una Comisión Teológica Internacional a debatir una serie de problemas teológicos y doctrinales. El más complicado de todos, de lejos, es el problema del limbo. La Iglesia Católica nunca ha aceptado oficialmente el limbo, pero por otra parte, desde la Edad Media, esta peculiar división del ultramundo católico ha aparecido en repetidas ocasiones, incluyendo al menos un Catecismo de la Iglesia, el que Pío X ordenó publicar en 1905.
El problema de decidir si el limbo existe o no puede parecer una fruslería. Pero no lo es. El limbo no es ni de lejos uno de los dogmas más importantes de la Iglesia Católica, pero es una pieza muy útil para apuntalar una doctrina teológica sobre el ultramundo que, de otra manera, haría agua debido a la necesidad de compatibilizar dos dogmas completamente distintos: el de la salvación por el bautismo, y el del diferente destino de los buenos y los malos en el otro mundo.
Para descubrir cómo fue que la Iglesia Católica llegó hasta una posición tan incómoda, es necesario retroceder a épocas incluso anteriores al Cristianismo. Para las primeras civilizaciones, la vida eterna era algo bastante complicado. Los mesopotámicos creían que todas las almas erraban en pena, alimentándose de polvo y excrementos, en tanto que para los egipcios, la resurrección era sólo para el faraón, para los griegos había una última morada en donde sólo existían sombras, y sobre los hebreos pesaba el fatídico "polvo eres y en polvo te convertirás". Pero andando el tiempo, la mayor parte de las culturas pensaron que una vida de ultratumba así era demasiado deprimente, así es que inventaron el concepto de la resurrección y el Paraíso.
Como posteamos hace poco en El Ojo de la Eternidad, los griegos creían que en el infierno o Hades existían dos dependencias: el Tártaro, lugar de castigo por excelencia, y los Campos Elíseos, lugar de premio para los buenos. Cuando el Cristianismo pasó al Imperio Romano, adoptaron en forma íntegra esta concepción del ultramundo, como la medida más lógica si se considera que la mayor parte de sus primeros prosélitos estaban imbuidos en esa atmósfera cultural. Con lo que comenzaron los problemas.

EL BAUTISMO Y EL LIMBO.
Jesús no parece haber creído en el infierno. Cuando mucho habló de la Gehenna, malamente traducido como infierno, cuando en realidad la Gehenna era simplemente una quebrada en donde las gentes de Jerusalén arrojaba sus basuras (así se cita, por ejemplo, en el célebre "si tu ojo te causa escándalo arráncatelo, porque más vale entrar tuerto al Paraíso, que ser arrojado con los dos ojos a la Gehenna"). Pero sí creía que el bautismo era necesario para el perdón de los pecados. Este último mandato, la Iglesia Católica lo hizo tan rígido, que se llegó a decir (y se dice aún, muchas veces) que fuera de la Iglesia no hay salvación.
Esto creaba varios problemas. ¿Es que acaso un alma que hubiera sido muy buena en vida, pero no hubiera sido bautizada, no tenía posibilidad de salvación? ¿Qué pasaba entonces con todos aquellos que se esforzaban en hacer el bien, pero por ignorancia o desinterés pasaban del bautismo? En el Segundo Cuento de la Jornada Primera del Decamerón, el escritor del siglo XIV Giovanni Boccaccio se cachondea de lo lindo de esto, refiriendo la historia de un "judío bueno" que, aunque fuera muy bueno, estaba en riesgo de perder su alma por no ser bautizado. El punto es que una persona que es buena, pero no se bautiza, no tiene por qué obedecer a la Iglesia Católica, y de ahí que ésta, en particular desde el Concilio de Ferrara (1438, es decir, un siglo después de Boccaccio) proclamara que no hay salvación fuera de la Iglesia, y los no bautizados, los que no obedezcan militarmente a la Iglesia Católica, están condenados al fuego eterno.
Esto creaba un problema con respecto a la geografía del ultramundo. Como en la mitología griega no existía nada parecido al bautismo (existían ritos iniciáticos, pero nadie era tan fanático como para decir que fuera de esos ritos iniciáticos no había salvación), bastaban dos dependencias, el Tártaro y los Campos Elíseos, para determinar el destino de los buenos y los malos. Pero los cristianos debían decidir qué hacer con las almas buenas que no se hubieran bautizado. Mandarlas de cabeza al infierno parecía un castigo demasiado drástico, pero tampoco podían enviarlas así como así al Paraíso, o el poder social de la Iglesia Católica como administradora de los sacramentos se iba al demonio.
Los teólogos más radicales, y entre ellos el mismísimo San Agustín, a comienzos del siglo V, dijeron que tales almas, sin el bautismo, estaban condenadas. Pero esto parecía ser excesivo, por dos razones. En primera, se suponía que los judíos llamados para ser profetas de Dios habían sido gentes buenas, y que por esto habían sido llamado para su misión: ¿iba Dios a enviar al infierno a tales gentes, sólo porque no habían sido bautizadas? No parecía una manera muy linda de premiar sus esforzados servicios. Por otra parte, estaba el problema de los niños recién nacidos que mueren antes del bautismo. El bautismo sirve, en términos teológicos, para borrar el Pecado Original. Un niño recién nacido no peca por sí mismo, y por tanto es alguien bueno, pero aún así está manchado por el Pecado Original (lo decía San Agustín). ¿Qué pasa con ellos...?
Por eso, algunos teólogos señalaron que quizás la pena era un tanto excesiva, y que por ende, podía quizás existir un lugar intermedio entre el Paraíso y el Infierno, a donde iban todos aquellos quienes no merecían estrictamente la salvación, pero tampoco eran acreedores del castigo eterno. Este lugar pasó a ser llamado informalmente el "limbo", que deriva de una palabra latina que significa "límite", porque en efecto el limbo sería el límite entre el Infierno y el Cielo. La Iglesia Católica no recogió oficialmente esto como dogma, pero lo permitió, para salvar el escollo de tener que explicar qué pasaba con las almas buenas que aún así no eran bautizadas. Dante Alighieri, quien le dio representación literaria en su obra "La Divina Comedia", lo ubica como un lugar ultraterreno sin suplicios especiales, más o menos a la entrada del Infierno, en donde las almas esperan el Juicio Final para así ver finalmente a Dios.
Años después se inventó el concepto de Purgatorio, que venía más o menos a rellenar este vacío que pesaba entre los que habían pecado demasiado poco para ir al Infierno, o demasiado para ir al Paraíso. El Purgatorio sí que recibió sanción oficial, en particular desde el Concilio de Trento (1543-1565) en adelante. El Purgatorio permitió también un negocio que no se podía con el limbo: cobrar dinero por las llamadas "misas de difuntos", destinadas a sacar las almas del Purgatorio y enviarlas al Paraíso a punta de oraciones dominicales.

EL ESPINOSO PROBLEMA DE ABOLIR EL LIMBO.
El problema del limbo volvió al tapete cuando Juan Pablo II, asustado por la suerte ultraterrena de su hermana nonata (fallecida durante el parto, que le costó la vida también a su madre), insistió en determinar teológicamente qué ocurría con el limbo. El Catecismo de la Iglesia Católica publicado en 1992, a diferencia del que Pío X publicara en 1905, no se refiere al limbo, y entrega las almas que deberían ir a él, a la infinita misericordia de Dios.
Entonces, ¿por qué la Iglesia Católica no dictamina de una buena vez, que el limbo no existe? La situación no es tan fácil. Resulta que dejar de creer en el limbo hace reaparecer el viejo fantasma del problema entre ser bueno y el bautismo. El bautismo en particular, y los sacramentos en general, son uno de los principales engranajes de la maquinaria de poder de la Iglesia Católica. De esta manera, el bautismo fue elevado a un rango tan alto, que sin él, simplemente no habría salvación posible. Funciona como los seguros de vida, ya que la compañía de seguros mete miedo sobre los peligros de la vida cotidiana, y luego vende como gran remedio su propio seguro: la Iglesia Católica hace lo propio metiendo miedo al Infierno, y luego vende su propio bautismo como medio de salvación. Por ende, dejar que las almas no bautizadas vayan al Cielo, implica que existe salvación fuera del bautismo, y por ende, que un alma muy buena, pero no bautizada (lo que significa: que no está dentro de la Iglesia Católica, y por tanto, que no obedece al Papa), podría salvarse. ¿Quién querría entonces hacerse católico, si existe salvación fuera de la Iglesia Católica? Y con ello, la Iglesia Católica se dispararía en el propio pie, respecto de las bases de su poder.
Por otra parte, entregar la suerte de esas almas a la infinita misericordia de Dios plantea otro problema aún mayor. Si la misericordia de Dios es infinita y alcanza para salvar a esas almas, ¿por qué no se extiende incluso hasta el infierno y salva a esas almas? La Iglesia Católica ha dicho hasta la saciedad que el infierno existe de verdad. Pero, ¿qué sentido tiene la existencia de un infierno, que ninguna alma va a poblar? Eso haría absolutamente innecesario tanto el bautismo, como la sujección ya no digamos a la Iglesia Católica, sino a los estándares éticos mismos de la Iglesia. De esta manera, un homosexual que apoyara la píldora del día después no se iría a la condenación eterna, sino que obtendría salvación para su propia alma, gracias a la infinita misericordia de Dios. Y eso es un lujo que la Iglesia Católica no puede permitirse, si quiere seguir siendo poderosa.
Por eso, el problema de decidir si el limbo existe o no, es mucho más enredoso de lo que a primera vista parece, y de ahí que no sea tan infantil la arrogancia con la cual la Iglesia Católica, como si fueran algo así como una Oficina de Supercosmología, se permite crear o suprimir departamentos ultramundanos a discreción (ya se quisieran ese poder los astrónomos para encontrar más fácilmente planetas extrasolares). Y por eso, la Iglesia Católica se toma la calma sibilina de siempre para decidir qué hacer con el problema.

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