17 noviembre 2005

GIOVANNI BOCACCIO: DECAMERÓN (JORNADA PRIMERA, NARRACIÓN SEGUNDA).

Giovanni Bocaccio vivió una época sumamente especial. En el siglo XIV, las ciudades independientes de Italia estaban independizándose de la tutela religiosa del Papado, y los habitantes de éstas (los burgos o comunas) se tomaban la religión con bastante mayor libertad, por una cuestión de ética, ya que los habitantes de la ciudad eran comerciantes que vivían del lucro y el amasar grandes capitales, cosas ambas que la Iglesia condenaba. En 1348, Florencia (la ciudad de Bocaccio), al igual que toda Europa, fue azotada por la Peste Negra, que mató a la cuarta parte de la población del continente europeo, y convenció al resto de que "la vida es ahora", y debe gozarse sin limitarse por la religión. Para peor, era cada vez más visible y escandalosa la hipocresía de los eclesiásiticos, que llamaban a la santidad, pero que vivían como criminales. El Decamerón contiene algunos de los más duros cuentos jamás escritos contra la Iglesia Católica y su doble estándar moral, de los cuales El Ojo de la Eternidad rescata el siguiente.

DECAMERÓN.
JORNADA PRIMERA. NARRACIÓN SEGUNDA.

El judío Abraham, incitado por Giannotto de Civigni, va a la corte de Roma y, al ver la maldad de los clérigos, vuelve a París y se hace cristiano.

La narración de Pánfilo fue reída por todos y alabada en todo por las mujeres. Habiendo escuchado solícitamente, al estar concluida, la reina dirigióse a Neifile, que se sentaba junto al relatador, y mandóle que, contando algo a su vez, siguiese el orden del comenzado solaz. Y ella, que era tan cortés como hermosa, contestó alegremente que lo haría con mucho gusto, y empezó de esta manera:

–Pánfilo nos ha mostrado la benevolencia con que Dios perdona nuestros pecados, y yo en mi cuento pretendo demostraros como esa misma benignidad, soportando pacientemente los defectos de aquellos que con sus obras y palabras debían de ella dar testimonio verídico, nos ofrece, obrando de manera contraria, argumentos de verdad infalibles para que creamos con mayor firmeza de ánimo.

Oí contar, queridas amigas, que había en París un mercader, hombre bueno, que se llamaba Giannotto de Civigni, leal y recto, que traficaba en paños. Tenía gran amistad con un riquísimo judío llamado Abraham, comerciante y también hombre leal y bueno. Observando Giannoto esa lealtad y rectitud, se compadeció de que su alma se perdiera por falta de fe. Decidió amistosamente rogarle que se iniciara en los misterios de la fe, dejando los errores del judaísmo. El judío respondió que para él no existía ninguna otra religión santa y buena como la judaica. Y como en ella había nacido, en ella había de morir. Giannotto, pasados unos días, volvió a replicarle con palabras y razones de mercader, añadiéndole que nuestra religión era mejor que la judía. Y aunque el judía era en la ley hebrea gran maestro, sin embargo, movido por su mucha amistad con Giannotto, o porque el Espíritu Santo pone convicción aún en la lengua del idiota, a Abraham empezaron a gustarle y a interesarle las palabras de Giannotto. Lo cierto es que, obstinado en su fe, se empeñaba en no abjurar. Pero Giannotto nunca cesaba en su empeño, insistiendo constantemente hasta que, al fin, el judío, vencido por tanta tenacidad, le dijo:

–Mira, Giannotto, ya que a ti te complace que yo me haga cristiano, estoy decidido a cumplirlo; lo deseo tanto que quiero ir a Roma, allí donde está el vicario de Dios en la tierra, para estudiar sus maneras y costumbres, y las de los cardenales, sus hermanos. Si éstas me convencen, y entre eso y tus explicaciones puedo comprender que vuestra fe es mejor que la mía, según has intentado demostrarme, haré lo que te he prometido. Si ocurre lo contrario, seguiré judío, como hasta ahora.

Giannotto, al oir tales palabras, se sintió terriblemente apenado, diciéndose para sí: “He perdido la labor que tan bien parecía emplear, confiando que le había convertido; si se va a Roma y observa la vida depravada e impía de los eclesiásticos, no solamente no se hará cristiano, sino que, si cristiano fuera, seguro que se volvía judío”. Y hablando a Abraham le dijo:

–¿Por qué, amigo mío, te quieres molestar tanto, aparte del gasto que supone trasladarse a Roma? Además, por mar y tierra existen abundantes peligros para un hombre rico como tú. ¿No crees hallar aquí quien te administre el bautismo? Y si la doctrina que te expongo te produce alguna duda, ¿dónde hay mayores sabios y maestros que aquí, los cuales pueden esclarecerte cuanto preguntes? Por todas estas razones me parece que tu marcha a Roma es superflua e inconveniente. Los prelados allí son como los que ya has podido ver aquí, y aún mucho mejores, por estar cerca del Pastor principal. Te aconsejo que evites esa fatiga, que puedes emplear para alguna indulgencia, en cuyo caso quizá yo te haga compañía.

A esto repuso el judío:

–Creo, Giannotto, que tal como tú dices ocurre, pero si quieres que haya lo que tú dices, estoy dispuesto a irme; de lo contrario no me convertiré.

Viendo Giannotto que no tenía nada que hacer, pues la voluntad de su amigo era firme, dijo:

–Buena ventura lleves.

Pensó que Abraham nunca se convertiría cuando estuviese en la corte de Roma; pero como él nada perdía en ello, le dejó ir.

El judío tomó el caballo y se encaminó rápidamente a la corte de Roma, donde al llegar fue recibido con honor por los judíos. Mientras se encontraba allí, sin saber nadie para qué había ido, comenzó a observar cautamente la conducta del Papa, de los cardenales, prelados y de todos los cortesanos. Advirtió en seguida, pues de hombre agudo se trataba, junto con otras cosas que le contaron, que, del mayor al menor, todos allá pecaban con gran deshonestidad; eran pecados de lujuria, y no sólo en lo natural sino en lo sodomítico, sin freno alguno de arrepentimiento ni vergüenza, hasta el punto de que sin la mucha influencia de las meretrices y de los efebos, no se podía nunca conseguir nada. Además, conoció claramente que todos eran comilones, bebedores, ebrios, y más servidores de su vientre que los animales irracionales. Cuando más ahondaba, más encontraba avaros y ansiosos de dinero, que tanto la humana sangre, incluso la cristiana, como las cosas divinas y lo perteneciente a los sacrificios y beneficios, por dinero vendían y compraban, haciendo mayor mercadería y ganancia de la que pudiera encontrarse en París con ventas de pañerías u otras cosas. Habían puesto a la simonía descarada el nombre de procuraduría, y llamaban a la gula sustentamiento, como si Dios, prescindiendo del significado de los vocablos, no conociera la intención de los pésimos ánimos, y a semejanza de los hombres, se dejase engañar por los nombres de las cosas.

Todos estos hechos, junto con otros que es más conveniente callar, desagradaron en gran manera al judío, como sobrio y modesto que era; le pareció conocer ya lo bastante, cuando decidió volverse a París. Hízolo así, y cuando Giannotto se enteró de su llegada, fue rápidamente a visitarle, aunqeu en conciencia lo último que esperaba era que se volviese cristiano. En cuanto Abraham hubo descansado algunos días le preguntó qué le parecían el Santo Padre, los cardenales y demás cortesanos. A lo que el judío contestó prontamente:

–¡Así Dios los confunda a todos! Te digo que si no me equivoco no hallé allí santidad alguna, ni obra buena, ni ejemplo de vida, ni de nada, en alguien que fuera clérigo. Pero la lujuria, avaricia, gula y otras cosas semejantes y peores, si peores se pueden encontrar en alguien, parecióme hallarlas en tal abundancia entre toda aquella gente, que tengo aquel lugar más por una sede de obras diabólicas que divinas. Y me parece que con toda solicitud, arte e ingenio se aplican vuestro Pastor, y todos los demás, a reducir a la nada y a arrojar del mundo la cristiana religión, cuando debieran ser fundamento y sustentáculo de ella. Pero, puesto que aun así vuestra religión aumenta más, y más lúcida y clara se vuelve, con razón me parece discernir que el Espíritu Santo es su fundamento y sostén, y que es más santa y verdadera que otras. Por ello, si antes me mantuve rígido y obstinado ante tus exhortaciones, y no quise hacerme cristiano, ahora abiertamente te digo que por nada del mundo dejaré de hacerme cristiano. Vamos, pues, a la iglesia, y allí según la debida costumbre de vuestra fe, me haré bautizar.

Giannotto, que esperaba un resultado totalmente opuesto, al oír hablar así, se puso más contento que hombre alguno jamás lo fuera. Y se fue con su amigo a Nuestra Señora de París, y pidió a los clérigos que diesen el bautismo a Abraham. Ellos se apresuraron a atenderle, y Giannotto sacóle de la pila dándole el nombre de Juan. Muchos hombres de valía le instruyeron, aprendiendo Juan muy rápidamente y siendo luego hombre bueno, meritorio y de santa vida.


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